Dígase que cuando se recorren las callecitas de nuestra amada Buenos Aires y viendo el estado en que se encuentran verdaderas piezas patrimoniales –irreemplazables si se pierden- hay una sola forma de que la sangre no se le haga a uno agua: que no nos importe absolutamente nada. Porque, si algo nos interesa el descomunal deterioro de la otrora reina del plata, dan ganas de balearse en un rincón, como dice el tango.
Hoy, caminando por el bajo, crucé la plazoleta en Independencia y Paseo Colón donde está emplazada una de las obras cumbre de don Rogelio Yrurtia: el CANTO AL TRABAJO. Muchas veces he reclamado por su directo abandono, con resultados más que módicos: es habitual que los paseadores de perros instalen allí un canil, que algún indigente duerma dentro del espacio cercado. Pero lo de hoy, señores, es pasen y vean:
Como verán por las fotos, una persona (que seguramente no debe estar pasándolo bien, descuento) ha instalado su hogar? en medio del pedestal, donde hubo tiempo ha un enorme bloque cuadrado de bronce que desapareció allá por el 2001, lucen instalados los petates necesarios para dormir: pack de madera, colchón, trapos a guisa de frazada, tachos, bidones, bolsas y enseres de todo tipo. El nuevo inquilino del lugar estaba tranquilamente cocinando después de armar el fueguito dentro de una de las carcasas de los reflectores, obviamente sin el más mínimo temor a ser desalojado.
No le importa a nadie? No hay un solo funcionario que pase y vea lo que todos vemos? Nos queda decir quevachache y encogernos de hombros? Todos los días hay seminarios, mesas redondas, conferencias, grupos de reflexión e ainda mais dedicados al patrimonio, donde se habla y escribe y pontifica sobre él.
Señores: esto es patrimonio. No necesita que sigamos hablando en potencial. Está ahí, en la calle, descuidado, orinado, sucio, abandonado. Dos abandonos, el de la persona que vive ahí y el de la maravillosa obra de Rogelio Yrurtia, víctima fatal de nuestro veloz descenso en la apreciación y cuidado de lo que nos pertenece a todos.
Pero parece que a nadie.
Graciela M. Fernández
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