Se
sentó en un banco, abandonado a sus pensamientos. "Como un bote a la
deriva en un gran lago aparentemente tranquilo pero agitado por
corrientes profundas", pensó Bruno, cuando, después de la muerte de
Alejandra, Martín le contó, confusa y fragmentariamente, algunos de los
episodios vinculados a aquella relación. Y no sólo lo pensaba sino que
lo comprendía ¡y de qué manera!, ya que aquel Martín de diecisiete años
le recordaba a su propio antepasado, al remoto Bruno que a veces
vislumbraba a través de un territorio neblinoso de treinta años;
territorio enriquecido y devastado por el amor, la desilusión y la
muerte. Melancólicamente lo imaginaba en aquel viejo parque, con la luz
crepuscular demorándose sobre las modestas estatuas, sobre los
pensativos leones de bronce, sobre los senderos cubiertos de hojas
blandamente muertas. A esa hora en que comienzan a oírse los pequeños
murmullos, en que los grandes ruidos se van retirando, como se apagan
las conversaciones demasiado fuertes en la habitación de un moribundo; y
entonces, el rumor de la fuente, los pasos de un hombre que se aleja,
el gorjeo de los pájaros que no terminan de acomodarse en sus nidos, el
lejano grito de un niño, comienzan a notarse con extraña gravedad. Un
misterioso acontecimiento se produce en esos momentos: anochece. Y todo
es diferente: los árboles, los bancos, los jubilados que encienden
alguna fogata con hojas secas, la sirena de un barco en la Dársena Sur,
el distante eco de la ciudad. Esa hora en que todo entra en una
existencia más profunda y enigmática. Y también más temible, para los
seres solitarios que a esa hora permanecen callados y pensativos en los
bancos de las plazas y parques de Buenos Aires. "
martes, 24 de febrero de 2015
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